Hace unas semanas volví a Alcalá. Me tocaba la inevitable visita semestral a mi médico de cabecera.
—La verdad es que me apetece acercarme a ver cómo ha quedado el local en el que estaba la librería— le dije a mi marido.
—¿En serio? ¿No vas a sentirte mal?
—No lo creo. Ya pasé el duelo.
—Bueno, si así lo deseas…
El local era otro. En vez de libros por todos los rincones, ahora el establecimiento estaba plagado de empanadas, conservas y todo tipo de especialidades gallegas.
—Entonces, usted es Javier —me dijo el nuevo propietario, extendiéndome su mano.
—Sí, yo soy Javier, el librero, anterior dueño de este local.
—Mucha gente se interesa por usted. “¿Sabe usted qué fue del librero?”, me preguntan una y otra vez. No hay día que no entre una persona preguntando por usted.
Acabada la pandemia, supe que la vida tenía que cambiar. Tal como me contó mi gestora al teléfono, había alcanzado ya la edad y cotización precisa para poder jubilarme.
—¿A qué esperas? —me dijo.
Ese mismo día, firmemente decidido, fui a la Seguridad Social y arreglé los papeles. Año nuevo, vida nueva, pensé. Al poco ya estaba en el sur, disfrutando del mar. La verdad es que yo no me veía sentado al sol, un día tras otro, en los bancos de la plaza de Cervantes, esperando que me llegara la fatídica hora.
Desde luego que no.
Deseaba otro tipo de vida.
Lejos de la ciudad y del mundo literario.
Y aprovechar cada instante del tiempo que me quedara.
Con el dinero del local de la librería me compré un apartamento al norte de la provincia de Almería, en la playa de Vera, una zona tranquila con una destacada colonia de ingleses. Ingleses jubilados en su mayoría, y que disfrutan del sol de España, tan escaso en su país, además de los manjares de estas tierras y de las buenas temperaturas. Se puede decir que, a día de hoy, prácticamente me relaciono solo con ingleses, por lo que mi nivel del idioma británico ha mejorado de manera considerable.
Al poco de establecerme en Vera coincidió que me encontré con un cachorro abandonado en los alrededores de una rambla. Lo adopté. O más bien, él me adoptó a mí, ¡vaya usted a saber! Desde entonces no tengo un instante libre. Prácticamente todas las horas del día van dedicadas a él. Mi primer paseo diario con Charco, que ese es su nombre, es siempre al despuntar la mañana, a ver amanecer, que coincide con la hora en la que me despierta.
Al inicio de estas caminatas junto al mar, me extrañó ver a un hombre mayor, exageradamente mayor, claramente sobrepasando a los noventa años, el cual, apoyado en un bastón, solía pasear a esas intempestivas horas. Raro era el día que no me lo encontraba.
Debido a su lento caminar, le adelantaba manteniendo una cierta distancia, pues, consciente de su fragilidad, temía que mi perrillo le hiciera tropezar y caer.
—Morning— le decía al cruzarme con él.
Su aspecto, a juzgar por su indumentaria, era el de un típico jubilado inglés. Un jubilado inglés que supuse se había establecido en España para disfrutar de sus últimos años de vida.
—Morning— me respondía tibiamente, junto a un ceremonial saludo bajando la cabeza,
No había día que no me le encontrara, bien caminando o, si me retrasaba, sentado ya en un banco, siempre el mismo banco, las dos manos apoyadas en el bastón y la mirada clavada en el infinito de las aguas, esperando la salida del sol.
Supe desde el primer momento que ese era su cometido. Un cometido que cumplía milimétricamente.
Pero ayer mi Charco me despertó más tarde. Después del atracón que se dio con su cena y lo que sacó de la nuestra, no pudo pegar ojo en toda la noche.
Poco antes de llegar al banco del inglés, mi perro se quedó quieto, anclado al suelo, sus ojos clavados en el viejecillo. El inglés, como siempre, estaba sentado mirando el horizonte, con un sol que ya despuntaba radiante. Cerca del banco, a pocos metros, y desperdigados, se encontraba media docena de personas, algo extraño a esas horas.
De pronto, una luz azul, parpadeante, apareció tras los arbustos.
—¡Qué pena! —oí tras de mí.
Al girarme vi a una mujer de una cierta edad, esa edad que no se debe insinuar para no ofender. Vestida con prendas de color llamativo, había interrumpido su marcha matinal y mantenía su mirada en la figura del inglés, inerte, las manos apoyadas en el bastón y los ojos clavados en el cálido horizonte.
—No sé si usted le conocía —me dijo.
—No, la verdad es que no. Me cruzaba con él cada mañana, al salir a pasear, pero nada más.
—Peter llevaba viviendo en Vera desde hacía veinte años. Le conocía bastante bien —en ese instante apretó sus labios y enmudeció. Le costaba hablar—. Se enamoró de este sitio y de sus amaneceres. Y dejó todo, familia, hijos, casa…, todo, para establecerse aquí. No había día que no faltara a su cita para ver salir el sol. Siempre en este banco.
Dos policías se acercaron al lugar, seguidos de una persona con aspecto de sanitario.
—¿Quiere que le diga una cosa? —se giró hacía mí con los ojos llorosos—. Me da pena, mucha pena, pero sobre todo muchísima envidia. Muchísima. Ya me gustaría a mí que mi final fuera así, mirando la salida del sol y sin enterarme de que ese sería el último amanecer de mi vida —volvió la mirada hacía el inglés—. Quizás esté mal decirlo, lo sé, pero ¿qué quiere que le diga?, Peter ha sido muy afortunado.
—Yo también firmaría ahora mismo —le contesté.
Mi perrillo tiró de la cadena y me despedí de la mujer.
Esa tarde volví a pasar al lado del banco del inglés.
Sobre él reposaban unas flores blancas.
Unas flores que, a la mañana siguiente, encontraría, ya marchitas y secas, desperdigadas entre la arena de la playa, bañadas por los primeros rayos de sol del amanecer.
Javier Rodríguez Álvarez